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miércoles, 30 de enero de 2008

Días de invierno

Yo caí en desgracia del Emperador, ya no era bien visto en la corte. Fui desterrado y mis hijas fueron vendidas como esclavas. Mi casa arrasada y sembrada de sal. La finca, antigua heredad de mis ancestros, fue entregada al pillaje de un Pretor. Yo mismo fui arrojado a un oscuro calabozo. Por compañeros de celda tenía a una rata ciega y a un rebelde cristiano que me enseño su fe.

Pasaban los días unos tras otros. Un día trajeron a mi celda, el cadáver de mi padre. El anciano después de mucho suplicar y de arrastrar su dignidad de Senador, para restituir el honor de la familia, murió de pena, en las escaleras de palacio.

Dejaron su cuerpo en el suelo durante semanas, el hedor era tan insoportable que casi estuve a punto de enloquecer. Mi compañera de celda, la rata ciega, roía las manos que en mi infancia me bendijeron. El viejo cristiano oraba y vaticina la caída de la urbe y del imperio.

Decidí acabar con la miseria en la que se había convertido mi existir. Deje de comer y de beber. Quería que mi vida se extinguiera como una lámpara de aceite al final de la noche.

Finalmente, casi en el último hálito de vida que me quedaba, se abrió la puerta de mi encierro. Entró un soldado me subió a sus hombros me sacó de la celda, pensé que se trataría de la última infamia de mi captor y empecé a rezar a ese dios de los cristianos pidiendo su misericordia.

Llegué al salón del trono y para mi sorpresa vi al cuerpo de mi enemigo atravesado por veinte puñales.

Mi hijo sentado en el trono era vitoreado como nuevo Emperador.

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