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sábado, 23 de marzo de 2013

MÁS ALLÁ DE LA ORILLA DEL LETEO

"Porque como a mujer abandonada y afligida [...], te ha llamado el Señor"
Isaias 54, 6

Pertenezco a esa extraña raza que ha peregrinado por generaciones en el mundo, esa tribu a la que los dioses no han dado descanso y a las que han borrado del libro de los justos. Crucé el Leteo con mis heridas aún palpitantes, el barquero cobró sus dos monedas y me llevó al camino ante el cual debía ver a las tres bestias.


Subí la colina abrasada, a mi alrededor miles de condenados que aterrorizados en la proximidad del palacio de las sombras no se atrevían a entrar y recibir su sentencia. ¡Insensatos!... la espera no suavizará la condena y el no beber las aguas del Leteo aumentará su sufrimiento. Yo he decidido no beber, no olvidar y asumir mi castigo con el recuerdo de mis crímenes. A la entrada la doncella lívida, de una belleza fantasmagórica, vestía de blanco, con una daga puesta en el fuego me esperaba. Al acercarme rasgó mi túnica a la altura del pecho y con la daga me marco a la altura del corazón. Sólo entonces me dijo: "Ellas te esperan".

Crucé el portal, las ásperas piedras del suelo herían mis pies. Al fondo, a unas trescientas varas, sobre un escabel de plata, raso y seda, las tres bestias sentadas atadas hace diez siglo por único eslabón de oro con las palabras de la infamia grabadas.

Su visión aterroriza a los que se acercaban. Sus colas se enroscan sobre el eslabón intentando liberarse. Sus bramidos mientras dictan sentencia retumban en las bóvedas de esta palacio de oscuridad. Una de ellas tiene largos cabellos y ojos esmeralda, la del centro de escamas cristalinas y una llaga en forma de cruz en la frente, la tercera es una bestia marina con una cicatriz en el cuello.

Cuando no sentencian se agreden entre si, es su maldición. Condenadas a condenar y estar siempre juntas. Condenar, morderse, envenenarse, cicatrizar y volver a empezar. Rodeando a las bestias repartiéndose a los condenados se encuentran Asmodeo, Belcebú, Mammón, Belfegor, Amón, Leviatán y Lucifer. Como jugadores avariciosos nos sortean después del veredicto.

De rodillas ante las bestias, espero. Se muerden, aúllan, paran me miran y hablan. Una mentirá, una dirá la verdad y la otra... la otra planteará la incertidumbre que es peor que la verdad o la mentira. "Eres yermo". "Eres colérico". "Estás maldito". Al instante una de sus sus colas une la herida de mi pecho a una de las palabras del anillo. Mi corazón empezó a arder como las brasas de una fragua. La desazón, el desaliento y la tristeza me invadieron.

Arrojado a los pies de los guardianes Asmodeo y Ammón pelean por mi. Hasta que Lucifer los separa y pateándome  dice: "Es mio".

Ahí empiezo mi castigo, sin haber bebido del agua del Leteo, no puedo olvidar. Todo es un eterno presente. Diez centurias llevo recorriendo los pasillos del palacio. Mi corazón arde con mas fuerza cuanto más recuerdo, el nudo en la garganta, el llanto infinito, el dolor, la soledad, los estigmas en la frente... Mi túnica de corte rasgada y ajada, mis pies sucios y heridos, la corona de pámpanos seca y trasmutada en espinas.

En ese deambular sinfín me cruzo con la dama del Rey de Oriente que me traicionó, con el soldado que me acuchilló, con el amigo que me vendió, con la cortesana que me mintió. Como en un juego macabro, todos implicados en mi muerte estamos aquí.

La dama permanente humillada y vejada por dos esclavos ciegos y sin dientes. El soldado enloquecido por los cuchicheos y amenazas de los fantasmas que lo rodean, siempre temeroso de morir sin saber que ya está muerto. El amigo encadenado junto a dos gusanos enormes lo devoran eternamente. La puta, sin pies es arrastrada de los cabellos por el Rey, que ciego y esquelético, camina entre las columnas tropezando con los otros condenados, con las paredes, con las piedras, mientras grita "mi palacio es una cueva de hienas y un establo de bueyes, llevaos a esta mujer".

Mi único consuelo es el murmullo de un canto de que viene de arriba de alguna sala superior a la que no puedo acceder, que me llega entrecortado por el atronador aullido de los condenados... "Pangue, lingua gloriosi"... "Rex effudit genitum"... "Sui moras incolatus"... "Sola fides sifficit"...


Abro mi boca mil años después de mi muerte para gritar "Sola fides sifficit"... Se derrumba el techo y un ángel envuelto en una luz cegadora, con una espada de fuego se abre camino hacia mi empujando a los condenados, es el ser más hermoso que he visto en esta y en mi anterior vida.


Sus ojos azules, profundos y proféticos me miran centelleantes. "Ego non iudico mortuis". Todo ángel es terrible pues desdeña destrozarnos a pesar de nuestras súplicas. Sofoco el llanto y digo "¿Entonces a quién podré recurrir en este eterno presente?". Sus ojos centellean, me toma en sus brazos y me arrastra a su pecho... lo bello no es más que el inicio de lo terrible.

Oigo un grito ensordecedor no otro que el mio propio, me fundo con él, me desintegro, me hago cenizas. Desaparezco...