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jueves, 28 de febrero de 2008

La primeras ciudades de América


Al poco tiempo de llegar Colón a América, nacieron los primeros pueblos y ciudades fundados en las islas. Esta es la historia de las dos primeras ciudades fundadas por los españoles en tierras continentales, o como se le dió en llamar, en Tierra Firme. Un historia que tiene que ver con las perlas, la sal y la busqueda de El dorado.

En la isla de Cubagua en lo que actualmente es Venezuela, se descubrieron a principios del siglo XVI unos ostrales naturales muy importantes. La calidad, el peso y la belleza de las perlas dieron fama a esa zona. Tanto es así que entre los regales que llevó Felipe II, cuando aún era principe, a su esposa la reina María de Inglaterra, había perlas de Cubagua.

En la isla se fundó Nueva Cádiz, que en poco tiempo llegó a ser una ciudad de considerables dimensiones, sobre pasando incluso a Santo Domingo. Sin embargo, no tenía agua suficiente, y en la cercana isla de Margarita tampoco tampoco la había como para sustentar a toda la población.

A pocos kilómetros de distancia, en la península de Araya, los exploradores descubrieron unas salinas naturales inmensas. Si bien no era el oro del Perú ni la plata del Potosí, la sal y las perlas eran tan apreciadas que hubo varias batallas entre españoles y holandeses por el control de las salinas.

La población aumentaba y la escasez de agua dulce se hizo crítica. Tras cruzar un pequeño estrecho, los exploradores encontraron un río al que llamaron Manzanares, del cual podían extraer agua en abundancia para llevarla en toneles a Nueva Cadiz y a las salinas.

Las tierras cercanas a a este río eran muy parecidas a las del sur de España. Por eso a esta zona se la denominó Nueva Andalucía, nombre que conservó hasta el siglo XVIII.

En 1515, los frailes franciscanos fundaron una misión para cristianizar a los indígenas, pero al poco tiempo fue destruida por la tribu Cumanagoto. Mientras tanto, Nueva Cadiz requería cada vez más agua y alimentos, por lo que en 1521 se fundó Nueva Toledo. Esta fue la primera ciudad fundada en tierras continentales. La ciudad fue destruida por los indígenas a mediados del siglo XVI.

Pocos años después de la destrucción de Nueva Toledo, hacia 1560, un maremoto también destruyó Nueva Cádiz y los ostrales se agotaron, por lo que la población se traslado al antiguo emplazamiento de Nueva Toledo y ahí de fundó Nueva Zamora de Cumaná, que es la actual Cumaná.

Hay otra ciudad que también se disputa el título de ser la primera ciudad fundada por los españoles en Tierra Firme. Es Santa Ana de Coro o Coro a secas, que es el nombre con el que se la conoce en la actualidad.

Si la historia de Cumaná tiene que ver con las perlas, la del Coro tiene que ver con un préstamo.

Carlos de Habsburgo, para poder ser elegido emperador de Alemania, pidió un préstamo a unos banqueros alemanes. Tiempo después, los prestamistas le exigieron que pagase su deuda. Pero en ese momento en guerra con Franciay no tenía forma de pagar.

El emperador que era también rey de España, les cedió a sus baqueros un territorio para que lo explotasen y encontrasen el fabuloso reino de El Dorado. Las noticias del descubrimiento de los imperios Azteca e Inca, así como los relatos de la inmensas cantidades de oro que había en el nuevo continente inindaban Europa en ese momento.

Los banqueros, que tenían el apellido Weltzer, organizaron inmediatamente una expedición a esos territorios.

Como era un territorio que todavía no estaba explorado y lo poblaban indígenas muy belicosos, en 1525 decidieron fundar a orillas del mar una ciudad que sirviera de puerto a aquellos que llegaran de Europa y como enlace con los exploradores. A esa ciudad la llamaron Santa Ana de Coro. En lengua indígena coro significa viento, de modo que el nombre de la ciudad significa Santa Ana del viento o de los vientos.

La ambición de los enviados de los Weltzer comenzó a ser problemática, pues años después en plena búsqueda de El Dorado, los Belzares (este era su nombre castellanizado) fueron explusados debido a sus desmanes, y sus territorios pasaron a formar parte de la corona, integrándose en la provincia de Venezuela.

Publicado en: Relatos de Hispanoamérica (II). Viajeros de Indias. Espasa. Madrid, 2002. ©
Imágenes: Pablo Torrecilla ©

sábado, 16 de febrero de 2008

¿Por qué el mar Caribe se llama así?


El mar Caribe o mar de los Caribes, como comenzó a ser llamado a la llagada de los españoles a América, recibió este nombre de las tribus de los caribes que mayoritariamente vivían en las islas que forman hoy Cuba, Puerto Rico, La Española y las Antillas menores.

Los caribes eran gente originaria de la cuenca del río Amazonas. Eran un pueblo violento, como todos los pueblos en su origen. Si hoy las costumbres de los caribes nos parecen bárbaras, quizás de haberlas conocido Homero los hubiera considerado héroes.

Montaigne, el filósofo francés del siglo XVII, les dedicó uno de sus ensayos, aquél que tituló: De los caníbales. Montaigne alabó tanto la fiereza con la que defendían sus territorios, como su valentia en el combate.

Nunca llegaron a formar un estado o nación. Eran tribus independientes entre sí, unidas sólo por la misma lengua. Poco a poco como aves migratorias los caribes comenzaron a desplazarse hacia el norte, ahuyentando o haciendo desaparecer a los otros pueblos que se encontraban a su paso.

Recorrieron distancias enormes a pie y en pequeñas embarcaciones en el transcurso de pocas generaciones. Para hacerse una idea de las distancias que recorrieron, basta con ver en un mapa la distancia que hay entre el Amazonas en Brasil y las Florida en los Estados Unidos. Actualmente ese territorio lo ocupan más de diez naciones.

Los caribes eran un pueblo que no conocia las técnicas de la navegación; las aprendieron de otros pueblos. De esta manera cruzaron los caudalosos ríos que se encontraron a su paso: el río Negro, el Orinoco, el Caroní, el Ventuari y otros tantos que harían demasiado extenso este relato.

Cuando llegaron al mar parecía que se detendrían...pero no fue así. Los jefes de las tribus convencieron a su pueblo de que tenían que seguir avanzando y, a pesar de las dificultades que implica la navegación marítima en pequeñas canoas, cruzaron a través del estrecho -al que Colón mucho tiempo después llamó Boca de Dragón- hacia la isla de Trinidad y de ahí a Tobago, a Granada, a Martinica, a Dominica... así hasta llegar a la Florida.

Practicaban el canibalismo, una costumbre ligada a su fiereza que fue la que les dio tan mala reputación, aunque para ellos comer carne humana era una práctica religiosa. Sólo se comían a los enemigos vencidos que habían destacado por su valor en el campo de batalla.

Dicen que su grito de guerra era algo parecido a esto:

El caribe es el señor y los demás son sus esclavos.

Lo cierto es que en alguna ocasión, un explorador despistado, al ser atacado por estas tribus, ordenó a sus soldados que solocaran sus espadas y alabardas en posición defensiva... Cual fue su sorpresa al ver que los indígenas se agarraban de los sables y, a pesar de cortarse las manos lograban derribar a sus oponentes.

De hecho, su fiereza en el combate hizo que los territorios que habitaban fueran los últimos en los que se asentaron los españoles, ingleses y franceses.

A pesar de haber sido casi exterminados por las enfermedades y las guerras, los caribes han dejado una huella imborrable, puesto que en el español usamos todavía muchas palabras de origen caribe, como guasa, cacique, piragua, loro o colibrí.

Publicado en: Relatos de Hispanoamérica (II). Viajeros de Indias. Espasa. Madrid, 2002. ©
Imágenes: Pablo Torrecilla ©

martes, 12 de febrero de 2008

La leyenda de "El Dorado"

La laguna de Guatavita es redonda como un plato. La vegetación que la rodea es baja, pero muy espesa. Esto hace que, aunque te encuentres a algunos metros de su orilla, apenas la puedes ver. Es un lugar muy silencioso, tan sólo perturbado por algunos coches que se acercan por la carretera de tierra: turistas que, atraidos por lo único tangible de la leyenda, hacen el recorrido desde Bogotá.

La meseta de Cundinamarca, situada en el centro de Colombia, estaba habitada por tribus de indígenas sedentarios que explotaban, trabajaban y comerciaban con el oro. Sus relaciones comerciales llegaban a sitios tan distantes, como la costa del mar Caribe, al Norte; los territorios que conforman la actual Venezuela, al Este; y el imperio incaico, al sur.

El oro, lejos de ser un bien de intercambio en estas sociedades que comerciaban mediante el trueque, era un metal sagrado. Con él se adornaban los hombres, las mujeres, los templos, las tumbas... El oro era, junto con el agua, el maíz y la yuca, el regalo de las divinidades celestiales a la humanidad.

En la laguna de Guatavita se realizaba un ritual muy conocido entre los indígenas. Los actos que ahí se realizaban eran un homenaje a las divinidades solares y de las aguas.

Todos los años, el cacique peregrinaba a la laguna, acompañado por una multitud de personas que llegaban de los cuatro puntos cardinales.

El cacique descencía hasta la laguna, se desnudaba, cubría su cuerpo con aceites y se revolcaba sobre una manta llena de oro en polvo, hasta quedar cubierto por el metal. Después se coronaba, se colocaba pendientes, brazaletes, narigueras, collares, anillos, dedales... todo de oro. Como si fuera un hijo del Sol que caminara por la Tierra.


Tomaba un bastón, también recubierto de oro, y vestido de esa manera subía a una balsa, amplia, con un trono en el centro, donde como un dios venido a este mundo era conducido por cuatro remeros, también ataviados con coronas, anillos y narigueras, al centro de la laguna. Ningún rey o emperador europeo en la cúspide de su gloria disfrutaría jamás del lujo, la admiración y el fervor que el cacique despertaba mientras se desplazaba lenta y pesadamente al centro de la laguna.


Una vez ahí, el cacique caminaba al borde de la balsa y se zambullía en el agua. Entonces, nadaba un rato para dejar como ofrenda a la laguna y a las deidades que habitaban en ella, todos los objetos con los que hasta hacía un momento estaba recubierto. Con ese ritual quedaba asegurada la continuidad del mundo.


Cuando el cacique llegaba a la orilla, terminaba el ritual, y el inmenso campamento que se levantaba alrededor de la laguna desaparecía. Así sucedía año tras año.


En el siglo XVI, cuando los conquistadores llegaron a los territorios de la actual Colombia, entraron en contacto con las tribus que comerciaban con la del cacique de Guatavita. A sus oídos pronto llegó la noticia del fabuloso ritual.

La mente de estos hombres, alimentada por historias de caballerías, por el hambre, por el cansancio de leguas sin descanso y por los relatos casi fantásticos de México y Perú, transformó poco a poco la historia... De un hombre cubierto de oro, se pasó a hablar de un hombre de oro y, más adelante, de una ciudad de oro.

Fue tal la obsesión y el empeño que pusieron los conquistadores en encontrar aquel fabuloso tesoro, que pasaron al lado de lo que buscaban y no lo vieron. Como ciegos, los conquistadores dejaron atrás la laguna de Guatavita y prosiguieron su búsqueda hasta fundar Santafé de Bogotá.


Lejos de extinguirse, la leyenda de
El Dorado también atravesó el océano. La fama de tan fabuloso relato recorrió toda Europa, hasta el punto que el intrépido Walter Raleigh viajo al Nuevo Mundo para probar fortuna en la pesquisa.

Los conquistadores siguieron las rutas comerciales que antaño recorrieran los indígenas para intercambiar sus mercancías. Esto los llevó al centro de Colombia. Recorrieron los caminos de los Andes hacia el Sur y hacia el Este, navegaron por los grandes ríos, el Apure y el Meta, hasta el Orinoco, y de de ahí al mar. Después se dirigieron hacia el Norte hasta Cubagua y Margarita, la isla de las perlas... Pero esa es otra historia.

Publicado en: Relatos de Hispanoamérica (I). Mitos precolombinos. Espasa. Madrid, 2002. ©

Imágenes: Pablo Torrecilla ©