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martes, 12 de febrero de 2008

La leyenda de "El Dorado"

La laguna de Guatavita es redonda como un plato. La vegetación que la rodea es baja, pero muy espesa. Esto hace que, aunque te encuentres a algunos metros de su orilla, apenas la puedes ver. Es un lugar muy silencioso, tan sólo perturbado por algunos coches que se acercan por la carretera de tierra: turistas que, atraidos por lo único tangible de la leyenda, hacen el recorrido desde Bogotá.

La meseta de Cundinamarca, situada en el centro de Colombia, estaba habitada por tribus de indígenas sedentarios que explotaban, trabajaban y comerciaban con el oro. Sus relaciones comerciales llegaban a sitios tan distantes, como la costa del mar Caribe, al Norte; los territorios que conforman la actual Venezuela, al Este; y el imperio incaico, al sur.

El oro, lejos de ser un bien de intercambio en estas sociedades que comerciaban mediante el trueque, era un metal sagrado. Con él se adornaban los hombres, las mujeres, los templos, las tumbas... El oro era, junto con el agua, el maíz y la yuca, el regalo de las divinidades celestiales a la humanidad.

En la laguna de Guatavita se realizaba un ritual muy conocido entre los indígenas. Los actos que ahí se realizaban eran un homenaje a las divinidades solares y de las aguas.

Todos los años, el cacique peregrinaba a la laguna, acompañado por una multitud de personas que llegaban de los cuatro puntos cardinales.

El cacique descencía hasta la laguna, se desnudaba, cubría su cuerpo con aceites y se revolcaba sobre una manta llena de oro en polvo, hasta quedar cubierto por el metal. Después se coronaba, se colocaba pendientes, brazaletes, narigueras, collares, anillos, dedales... todo de oro. Como si fuera un hijo del Sol que caminara por la Tierra.


Tomaba un bastón, también recubierto de oro, y vestido de esa manera subía a una balsa, amplia, con un trono en el centro, donde como un dios venido a este mundo era conducido por cuatro remeros, también ataviados con coronas, anillos y narigueras, al centro de la laguna. Ningún rey o emperador europeo en la cúspide de su gloria disfrutaría jamás del lujo, la admiración y el fervor que el cacique despertaba mientras se desplazaba lenta y pesadamente al centro de la laguna.


Una vez ahí, el cacique caminaba al borde de la balsa y se zambullía en el agua. Entonces, nadaba un rato para dejar como ofrenda a la laguna y a las deidades que habitaban en ella, todos los objetos con los que hasta hacía un momento estaba recubierto. Con ese ritual quedaba asegurada la continuidad del mundo.


Cuando el cacique llegaba a la orilla, terminaba el ritual, y el inmenso campamento que se levantaba alrededor de la laguna desaparecía. Así sucedía año tras año.


En el siglo XVI, cuando los conquistadores llegaron a los territorios de la actual Colombia, entraron en contacto con las tribus que comerciaban con la del cacique de Guatavita. A sus oídos pronto llegó la noticia del fabuloso ritual.

La mente de estos hombres, alimentada por historias de caballerías, por el hambre, por el cansancio de leguas sin descanso y por los relatos casi fantásticos de México y Perú, transformó poco a poco la historia... De un hombre cubierto de oro, se pasó a hablar de un hombre de oro y, más adelante, de una ciudad de oro.

Fue tal la obsesión y el empeño que pusieron los conquistadores en encontrar aquel fabuloso tesoro, que pasaron al lado de lo que buscaban y no lo vieron. Como ciegos, los conquistadores dejaron atrás la laguna de Guatavita y prosiguieron su búsqueda hasta fundar Santafé de Bogotá.


Lejos de extinguirse, la leyenda de
El Dorado también atravesó el océano. La fama de tan fabuloso relato recorrió toda Europa, hasta el punto que el intrépido Walter Raleigh viajo al Nuevo Mundo para probar fortuna en la pesquisa.

Los conquistadores siguieron las rutas comerciales que antaño recorrieran los indígenas para intercambiar sus mercancías. Esto los llevó al centro de Colombia. Recorrieron los caminos de los Andes hacia el Sur y hacia el Este, navegaron por los grandes ríos, el Apure y el Meta, hasta el Orinoco, y de de ahí al mar. Después se dirigieron hacia el Norte hasta Cubagua y Margarita, la isla de las perlas... Pero esa es otra historia.

Publicado en: Relatos de Hispanoamérica (I). Mitos precolombinos. Espasa. Madrid, 2002. ©

Imágenes: Pablo Torrecilla ©


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